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miércoles, 23 de septiembre de 2009

Primer vistazo al Bicentenario: Caudillismo y no



Por: Pamela Ruiz Flores López* 

                Septiembre del dos mil nueve. México como una bomba de jabón oscila entre el malestar global –cuyas ramificaciones no terminaríamos de enumerar- y el festejo de cien y doscientos años amontonados en un enigmático fin de década, la cual se ha visto plagada de eventos determinantes en el acontecer mundial. El movimiento del país es tan frágil e ingobernable, desde que a alguien se le ocurrió crearlo, darle nombre y atribuciones, que pensar como la generación fresca y reluciente que somos en la elaboración de un análisis detenido de los primeros síntomas de nuestra frágil burbuja, tendría que comenzar en un septiembre lejano, de doscientos años atrás. Tal vez más.
                No es sorpresa para cualquiera que haya mirado hacia atrás en la línea del tiempo de nuestro joven país, de que somos una nación caudillista. La veracidad de cada uno de nuestros caudillos, el nivel de participación de la mano en el barro que forma la gigante vasija, que dicen, leyenda, y la franqueza  de la historia –sacrilegio que se dude- que nos ha llevado a la admiración, no serán elementos destacados en la siguiente reflexión, sino el cambio obvio en lo que nos daba identidad nacional.
                A primera vista, parece fácil identificar el valor del caudillo en México; citando a uno de los autores mexicanos que han contado con la cualidad de la preocupación histórica, se podría decir que es cosa tan simple como nuestra constante búsqueda de una figura paterna.
 Como pueblo, como pueblo vagamos de padre postizo a padre postizo mientras nos persignamos con devoción a nuestra leal y única madre. Pero nuestro padre nunca está para cualesquiera que debieran ser sus funciones y que, por doscientos años, hemos tratado de llenar, precisamente, con nuestro afán caudillista.
                Podría decirse que la fábrica, no muy productiva en nuestra historia, de caudillos, perdió ritmo cuando la fuerza veneradora de la figura presidencial perdió ímpetu. Las fechas en que comenzó dicho desprestigio varían de un historiador a otro, al igual que los factores o los movimientos. El descrédito de la figura presidencial -y en sí del presidencialismo- pudo comenzar en su mismo nacimiento, cien años después o en el 68. Lo cierto es que el presidencialismo se disparó a sí mismo, desde siempre y hasta hoy. Así pues ¿cómo sobrevive un caudillo a la caída de las figuras que se supone dieron identidad nacional? ¿Cómo sostenemos esa vasija, que cargamos chorreante? Las respuestas a esas preguntas eran difíciles en tiempos de caudillos, hoy son imposibles.
                Es una verdad bien sabida, que son los años los que crean leyendas, con muy pocas excepciones. Si nos situáramos veinte años en el futuro, sería difícil adivinar quienes, de nuestros personajes actuales, pueden pasar a la historia bajo el honorable nombre de caudillo. Cualquiera que se preocupe por la historia pensará en esto, en orden de dar identidad al país, en realidad poco podemos decir sobre si este criterio es certero o no, pero ciertamente no se ven candidatos a la vista. Ahora bien, ha habido puntos de ruptura en el país en los últimos veinte años, pero no caudillos. Cambio de poder  en el país no han dejado caudillo –u otras-, la elección más cerrada en la historia del país no ha dejado caudillo –u otras-, probablemente el que por default pasará a ser caudillo de las últimas décadas lo será por ser asesinado –otro punto que hace leyendas- en lugar de por ser protagonista de algún tipo de evolución. Triste que pueda decirse eso de un tiempo tan cambiante como el actual. Pero no, es coherente.  
                Sin la intención de renegar de nuestra propia época, sino de cuestionar constantemente nuestro entorno, puede decirse que ni lejanamente estamos en el arranque en el que nos creímos hace cuarenta años, ni siquiera con las condiciones apremiantes que nos urgen a nuevas preocupaciones y a nuevos cambios. La preocupación de antaño que tenía Paz puede reforzarse en un nivel potencial en estos días y con menos caminos. Hemos reforzado el laberinto.  
El espejismo histórico parece ahora más claro que nunca. El ciclo, en efecto, comienza con la nación mexicana, pero sigue y sigue. El adelgazamiento actual de la burocracia en identidad con un concepto paralelo de inicios de los ochentas, el caudillo en proceso cuyo ascenso –inmortalización- se detuvo, y tantas figuras a asimilar con la realidad actual. La continua afirmación de que, el que no conoce la historia está condenado a repetirla, no es un elemento que nazca del festejo al bicentenario o al centenario. Las condiciones presentadas en esos dos puntos de partida o identidad, podrían ser equiparadas a las de otras épocas históricas, en las que se notaba una juventud más activa, o condiciones de los enemigos que les hicieran más vulnerables, o la combinación de las anteriores con un algo más que tenga el papel de detonante. Así pues, este no es un momento único, ni mucho menos, lo será.
                Septiembre del dos mil nueve es un mes de deja vus, una constante imagen. Cien años antes, por tomar las armas, doscientos años antes, al momento del parto. Nacimiento e identidad. Esto es el festejo del bicentenario, decirnos parte de esa sociedad tan limitada que teme seguir viviendo al margen de la historia. Tenemos dos años de edad, nuestros abuelos nos miran con una especie de burla y compasión. Salimos del vientre y tuvimos que correr, somos una gacela sobreviviendo. Nos queda ver atrás y si se puede, evitar caer. Entonces podremos decirnos parte activo del festejo, y si tenemos suerte, parte de lo que pudiera ser un momento genuino y único.


Pamela Ruiz Flores López es estudiante de Derecho de la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Egresada del Bachillerato del ITESM campus Aguascalientes, 

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